La
rayuela continúa
Por
Violeta Salvador Sánchez
Antigua alumna
Relato ganador del Certamen
de Relato Corto 50 Aniversario
Las clases de la mañana habían sido
agotadoras. Los niños, fuente de energía inagotable, estaban felices por la
llegada del buen tiempo e impacientes por salir al recreo. Había decidido
quedarse en el aula corrigiendo unos trabajos para comentarlos en la próxima
clase y estaba realmente impresionada por el relato de una de sus alumnas más
inquietas; narraba una escena cotidiana, jugando en el recreo. Se sentó en su
butaca, orientándola hacia la ventana para aprovechar el calor del sol que
iluminaba parte del escritorio. Le gustaba aquel asiento, a veces demasiado
confortable, de color azul desvaído que destacaba especialmente con su camisa a
rayas, rosas y blancas; y un tacto aterciopelado que le distraía a veces
durante las lecciones. Instintivamente, acariciaba el reposabrazos mientras
leía, y su mano iba dibujando surcos involuntarios, como rememorando antiguas
líneas irregulares, números de tiza y juegos de la infancia; le alegraba que
Claudia hubiera utilizado un juego de los de siempre para retratar a sus
compañeros de clase. Se notaba que era observadora, e iba describiendo con
genuina sencillez los detalles que más les caracterizaban. Mientras las motas de
polvo realizaban su caótica danza iluminadas por los rayos del sol, recuerdos
de su propia niñez se entremezclaban con la escena.
Miró a su alrededor y reparó otra vez
en Martina. Siempre parecía muy concentrada en su libro, uno de los que siempre
llevaba. Parecían diferentes, pero sospechaba que solo le cambiaba la cubierta.
¡No se puede leer tanto! Aun así, se regocijaba por dentro pensando que, de vez
en cuando, levantaba la vista, la miraba de reojo, y volvía a sumergirse en su
lectura. Sabía que estaba pendiente del salto que estaba a punto de realizar y
eso le dio energías.
—¡Venga, Claudia!, ¡que se va a
terminar el recreo!
A Ana no le gustaba hacer enfadar a
la profe y ya les habían reñido por llegar tarde del recreo en alguna ocasión.
A la próxima, les castigaría; por eso Ana movía el pie con impaciencia y miraba
a la puerta del cole uno de cada tres segundos, con lo que su pelo se
bamboleaba de lado a lado. A veces pensaba que la horquilla que llevaba para
sujetárselo debía de estirarle mucho la frente y por eso miraba a todo el mundo
por encima del hombro, para que no le hiciera daño. Como cuando su madre
intentaba peinarla y le hacía una coleta demasiado tirante, que siempre acababa
por deshacerse.
Escucho unos rápidos pasos sobre la
arena y, de repente, una forma roja y un tanto borrosa chocó contra ella. Un
amasijo de brazos, piernas y ropas sucias la ayudaron a levantarse.
—Estaba a punto de saltar, ¡y encima
me has hecho daño! —exclamó airada. Tenía ganas llorar, pero no le
apetecía hacerlo delante de él, así que apretó mucho la cara para que las
lágrimas no salieran. Carlos parecía un poco asustado cuando miró su cara
enfurruñada.
—¡Estabas en el medio! —se excusó, contrito—. Y, además, tampoco sé
qué estabas haciendo. —Se encogió de hombros
fijándose en las líneas de tiza pintadas en el suelo; en Martina, aparentemente
ajena a todo con un libro en la mano; en Ana, de pie cerca de ellos con cara de
tener que ir al baño—. Pero ella ya estaba colocándose de nuevo en la línea
de salida, todavía con el ceño extrañamente fruncido y una herida en el codo en
la que fingía no reparar.
Estaba preparada; colocó un pie
delante, pensó en la primera casilla. Había un uno de tiza un tanto torcido,
eso significaba pata coja; la segunda casilla, dos cuadrados con un dos, pies
juntos; el tres, pata coja derecha; cuatro, pata coja izquierda; cinco, vuelta
a la derecha. Y como se habían equivocado, la casilla del cinco era tan grande
que nunca conseguía llegar al seis con los pies juntos. Llevaban intentándolo
todo el recreo.
Cogió aire, se impulsó con la derecha
y saltó. El primer salto coincidió con el estridente sonido del timbre y un
montón de niños empezaron a correr en estampida hacia las puertas del colegio.
—Déjalo ya y entremos a clase, ¡que
toca lengua! —Ana ya se estaba dando
la vuelta, inquieta, sin dejar de mirar los pies de Claudia.
Saltó al dos, tuvo que esquivar a un
niño muy pequeño aparecido de la nada. En el tres, ahora a la pata coja, era
mucho más difícil mantener el equilibrio. Saltó de nuevo, viendo cómo se
emborronaba su rayuela con los pies de los niños apresurados, parecían una
bandada de pájaros dirigiéndose al mismo árbol. Llegó al cinco.
—¡Tú puedes, Clau! —Carlos no se había
movido del sitio, moviéndose arriba y abajo como queriendo acompañarla en su
salto; Martina, de pie, ya no fingía leer su libro; y Ana, desde lejos, se
había dado la vuelta.
Un errático niño pasó por su lado,
empujándola un poco, pero eso no la desconcentró. Sabía que ahora lo
conseguiría; tomó aire, se impulsó fuertemente con la derecha, inclinándose
hacia delante, y vio cómo el número seis se acercaba.
—¡Los de ahí, a clase! —Máximo, el
profesor de matemáticas, el ser humano más temible que conocía, los miraba, muy
quieto, desde una de las puertas del colegio.
Claudia perdió el equilibrio y rodó
por el suelo. Cayó justo para ver cómo Martina, Ana y Carlos, corrían todo lo
rápido que podían hacia la otra puerta, por donde se llegaba a su clase.
Se levantó un poco renqueante, a la
herida de su codo había que sumarle una nueva, brillante y sangrante, que había
aparecido en su rodilla, y se dirigió, igual de rápida, a la puerta por donde
sus amigos ya habían desaparecido.
Antes de entrar, miró atrás. El patio
estaba completamente vacío y sutilmente se podían apreciar unas marcas de tiza
y un rastro de polvo blanco que relucía al sol. El único número que parecía
intacto era el seis. No pudo detenerse mucho ya que el conserje apareció de
repente, dirigiéndole una mirada de reproche. Empezó a subir las escaleras que
daban al tercer piso, donde la profesora ya debía de estar esperándoles.
Subió como un rayo, esquivando unas
cajas que los de preescolar solían dejar en alguno de los primeros escalones.
Esquivó también la barandilla, que impedía a los más pequeños subir a los pisos
de arriba. Saltaba los escalones de dos en dos, incluso algunos de tres en
tres; cualquier momento era bueno para preparar la
rayuela de mañana. Se cruzó con otro de sus profesores; gritó algo, pero con
sus propios pasos no pudo entender nada. Se detuvo un segundo delante de la
puerta del baño, aunque el ruido de una puerta cerrándose le recordó por qué
estaba corriendo.
Se acercó a la puerta del aula.
Con el corazón encogido, intentando
aguantar la respiración, accionó el picaporte; y muy lentamente, abrió la
puerta. Tímidamente se asomó al interior.
Sus compañeros estaban sentados y un
alegre jaleo inundaba la habitación. Al fondo, en una butaca azul que siempre
le había parecido feísima, casi de espaldas a la puerta, su profesora estaba
sentada leyendo algo. La bonita camisa de rayas que siempre llevaba resaltaba
contra ese feo azul. La luz del sol entraba por la ventana y el polvo
resplandecía alegre, como siguiendo el sonido de las risas de sus amigos. Se
sentó en su pupitre pensando que tenía suerte, otro día sin que les hubieran
castigado.
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